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1 de marzo de 2011

Segunda Verdad: Tenemos un Alma

Tercera Verdad: El Hombre necesita de una religión--->
<---Las 5 Verdades Fundamentales de la Iglesia Católica. Primera Verdad: Dios Existe



Del Libro: La Religión Demostrada. Los fundamentos de la fe católica ante la razón y la ciencia.

El hombre, criatura de Dios, posee un alma inteligente, espiritual, libre e inmortal

¿Qué es el hombre?

El hombre es una criatura racional compuesta de cuerpo y alma.
El hombre es una criatura, es decir, un ser que viene de la nada por el poder de Dios.
Es una criatura racional, es decir, inteligente, capaz de discernir el bien del mal, lo verdadero de lo falso, lo justo de lo injusto.
Es la razón la que distingue eminentemente al hombre del animal y de las otras criaturas del mundo visible.

El hombre se compone de un cuerpo y de un alma. El cuerpo es esta envoltura exterior, esta substancia material que vemos, que tocamos;
se compone de diversas partes:
son nuestros miembros y nuestros diversos órganos. El alma es una substancia invisible que vive, siente, piensa, juzga, razona, obra libremente y da al cuerpo el ser, el movimiento y la vida.

La unión del alma con el cuerpo constituye al hombre y lo hace un ser intermedio entre los ángeles, que son espíritus puros, y las criaturas sin inteligencia o son vida, que son materia.
Así, pues, el cuerpo y el alma son dos substancias distintas, y su unión íntima, substancial, personal, constituye el hombre.

¿Es cierto que tenemos alma?

Sí; es muy cierto que tenemos alma, pues hay algo en nosotros que vive e imprime el movimiento a nuestros miembros; algo que siente, que conoce, que piensa, raciocina y obra libremente.
Pero como el cuerpo por sí mismo es inerte, sin vida, sin sentimiento, sin inteligencia y sin voluntad, un cadáver, debemos concluir que hay en nosotros algo diferente del cuerpo, y ese algo es el alma.

Se llama alma, en general, el principio vital que da la vida a los seres vivientes de este mundo sensible; la planta, el animal, el hombre.
Pero como el alma del hombre es infinitamente superior a los otros principios de vida, en el lenguaje ordinario, la palabra alma designa el alma humana.
Tenemos un alma. Todo efecto supone una causa; todo viviente supone un principio de vida. La materia no vive.

Tenemos en nosotros tres facultades principales: estas facultades son otras tantas pruebas de la existencia del alma.

1º Estamos dotados de sensibilidad.

Ahora bien, si tocamos un cadáver; nada siente. ¿Por qué? Porque el alma ya se ha ido de ese cuerpo.

2º Somos inteligentes.

Tenemos la facultad de pensar o de tener ideas. Pero la idea es algo simple e indivisible. Sería absurdo decir que el pensamiento es largo o ancho, redondo o cuadrado, verde o rojo…
Luego el pensamiento no puede ser producido por un principio compuesto de partes, como todo lo que es materia. Hay, pues, en nosotros un alma distinta del cuerpo, simple e indivisible como el pensamiento.

3º Tenemos una voluntad activa.

Mientras que la materia carece de movimiento y de acción propia. Si nuestro cuerpo se mueve a impulso de nuestra voluntad, quiere decir que está sujeto al poder de un alma que lo anima.

BREVE LECCION DE FILOSOFIA

Para conocer mejor al hombre es conveniente conocer también los demás seres que le rodean y le sirven.
En este mundo visible no hay más que tres clases de seres vivientes: las plantas, los animales y el hombre.
Admítase distinción entre las tres cosas siguientes:

1º El principio vital de las plantas.
2º El alma sensitiva de los animales
3º El alma inteligente del hombre.


1º El principio vital de las plantas.

– Los actos de la vida vegetativa son tres:
1º, la planta se nutre; 2º, crece y se desarrolla; 3º, se propaga, es decir, produce una planta igual.

La materia bruta no vive; luego la planta necesita de un principio de vida.
¿De qué naturaleza es el principio vital de la planta?
Los sentidos no lo perciben: sólo la razón, en vista de los fenómenos que ese principio produce, determina sus caracteres esenciales.
Es simple, inmaterial, aunque de una manera imperfecta, puesto que no existe sino con la materia.
Se diferencia de las fuerzas físicas y químicas del organismo, porque la química no puede producir ningún ser viviente, ni siquiera una substancia orgánica.
Es producido por la virtud de la semilla, no obra sino en unión con el cuerpo organizado, y desaparece cuando la planta muere.

Nosotros, los cristianos, sabemos que este principio vital viene de la palabra creadora de Dios, que ha dado la vida a los seres vivientes de la tierra y con ella el poder de reproducirse:
Produzca la tierra hierva verde y semilla, y árboles frutales, que den fruto cada uno según su género, cuya simiente esté en él mismo sobre la tierra. Y así se hizo (Gén., I,11).

2º Alma de los animales.

– El animal posee una vida superior a la de la planta: goza a la vez de la vida vegetativa y de la sensitiva.
Su alma, más noble y poderosa que la de las plantas, produce seis actos:
los tres de la vida vegetativa: nutrirse, crecer y reproducirse como la planta, y los tres actos de la vida sensitiva.
Efectivamente, esta vida se muestra por tres actos:
1º, la sensación:
el animal conoce y experimenta las sensaciones de frío, de hambre o de placer o de dolor;
2º, el movimiento espontáneo:
el animal se traslada de un lugar a otro;
3º, la fuerza estimativa y el instinto, que da al animal la facultad de elegir lo que le es útil y evitar lo que le sería nocivo.

No hay más que un solo y único principio de vida en cada animal, en cada cuerpo orgánico: tenemos la prueba de la unidad indivisible de cada ser viviente;
en la armonía de sus funciones, que tienden a un fin común; en la identidad persistente del ser, a pesar del cambio continuo de sus elementos materiales.

El alma de los animales es una realidad que ni es cuerpo ni es espíritu:
es un principio intermedio entre el cuerpo y el espíritu;
aparece con la vida en el animal, es en él un principio de vida, y se extingue con la misma vida.
El alma de los animales es simple, inmaterial, indivisible;
si así no fuera, no sería capaz de experimentar sensaciones: la materia bruta no siente y la planta tampoco:
Es el alma sensitiva la que da a los animales la facultad de sentir las impresiones de los exterior, la que los dota de sentidos exteriores, como la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto, y de los sentidos internos: la imaginación y la memoria sensibles.

Con todo, el alma de los animales no puede obrar sino en cuanto forma con los órganos un mismo principio de operación; sin el concurso del cuerpo no puede producir acto alguno. Por eso depende absolutamente del cuerpo, y le es imposible vivir sin él. Esta alma es producida por la generación: viene con el cuerpo y con él desaparece.

Sólo a la voz y mandato de Dios Creador la tierra produjo animales vivientes, cada uno según su especie.
Dijo Dios también: Produzca la tierra alma viviente según su género (Gén., I,24).

La palabra de Dios es eficaz: basta que hable para que todas las cosas existan.
Así, la Sagrada escritura afirma de una manera más explícita, que todos los animales tienen un alma que no es su cuerpo, y que esta alma viviente es el principio de la vida del cuerpo.
Esta alma no es creada directamente por Dios, sino engendrada por la virtud que el Creador da a los primeros a animales para reproducirse.
El modo como Moisés narra la creación de los animales y del hombre, muestra la diferencia esencial que existe entre ellos.

El alma sensitiva, salida de la tierra juntamente con el cuerpo, desaparece con él en la tierra; mientras que el alma del hombre, soplo de vida infundido por Dios en su cuerpo, es la obra inmediata de Dios, recibe el ser por la creación, y debe volver a Dios, su Creador y Padre.

3º El alma inteligente del hombre.

– El más noble de los seres vivientes de este mundo sensible es el hombre.
El posee la vida vegetativa: como las plantas, se nutre, crece y se sobrevive en sus hijos. Posee la vida sensitiva: como los animales, siente, se mueve de un lugar a otro y elige lo que le conviene.

Pero, además, posee la vida intelectiva, que establece una distancia casi infinita entre el hombre y los seres inferiores.
En el hombre no hay más que un sólo y único principio de vida:
el alma inteligente; es el mismo ser que vive, que siente, que piensa, que obra libremente.
La unidad del hombre es un hecho más íntimo y más profundo que la conciencia.
Aquí, como siempre, la razón y la fe marchan de perfecto acuerdo[1].
El alma humana contiene de una manera superior las fuerzas del principio vital y del alma sensitiva, al modo que una moneda de gran valor contiene en sí muchas otras de menor valor.
Ella produce, con relación al cuerpo y de una manera mucho más perfecta, todo lo que los principios inferiores producen en las plantas y el los animales; y por añadidura ejerce en sí misma y por sí misma los actos de la vida intelectiva.
Esta vida intelectiva se manifiesta también por tres actos, eminentemente superiores a los otros:

1º El acto de pensar, de formar ideas;
2º El acto de raciocinar, de inventar, de progresar;
3º El acto de querer libremente.


Una ligera explicación sobre cada uno de estos actos nos va a mostrar la diferencia esencial que existe entre el hombre y el bruto.

1º El hombre piensa:

abstrae, saca de las imágenes materiales suministradas por los sentidos, el universal, es decir, ideas universales, generales, absolutas; concibe las verdades intelectuales, eternas.
Conoce cosas que no perciben los sentidos, objetos puramente espirituales, como lo verdadero, lo bueno, lo bello, lo justo, lo injusto.
Sabe distinguir las causas y sus efectos, las substancias y los accidentes, etc.
No pasa lo mismo con el animal.

Indudablemente el animal ve, oye y sabe hallar su camino, reconocer a su amo, recordar que una cosa le hizo daño, etc.
Pero el conocimiento del animal está limitado a las cosas sensibles, a los objetos particulares.
No tiene ideas generales, no conoce sino aquello que cae bajo sus sentidos, lo concreto, lo particular, lo material: ve, por ejemplo, tal árbol, tal flor, pero no puede elevarse a la idea general de un árbol, de una flor; así, el perro se calienta con el placer al amor de la lumbre, pero no tendrá jamás la idea de encender el fuego ni aun la de aproximarle combustible para que no se extinga.

El hombre conoce el bien y el mal moral.
– El hombre goza del bien que hace, y siente remordimientos si obra mal.
El animal no conoce más que el bien agradable y el mal nocivo a sus sentidos:
jamás hallaréis a un animal rastros de remordimientos.
Así como no conoce la verdad, este alimento de los espíritus, tampoco conoce el deber, esta fuerza de la voluntad, esta alegría austera del corazón.
El bien y el mal moral no pueden ser conocidos sino por la inteligencia.

2º El hombre raciocina, inventa, progresa, habla.

– El hombre analiza, compara, juzga sus ideas, y de los principios y axiomas que conoce, deduce consecuencias. Calcula, se da cuenta de las cosas; sabe lo que hace y por qué lo hace.
Descubre las leyes y las fuerzas ocultas de la naturaleza, y sabe utilizarlas para invenciones maravillosas.
Por su facultad de raciocinar, inventa las ciencias, las artes, las industrias, y todos los días descubre algo admirable.

El animal no raciocina, no calcula, no tiene conciencia de sus acciones, se guía solo por el instinto.
Jamás aprenderá ni la escritura, ni el cálculo, ni la historia, ni la geografía, ni las ciencias, ni las artes, ni siquiera el alfabeto. Nada inventa, ni hace progreso alguno: los pájaros construyen su nido hoy como al siguiente día de haber sido creados.
No cabe la menor duda de que el hombre, valiéndose de los sentidos, de la memoria y de la imaginación sensible del animal, puede llegar a corregirlo de ciertos defectos y hacerle aprender algunas habilidades; pero por sí mismo el animal es incapaz de progreso.
El hombre puede amaestrarlo, pero él de suyo no tiene iniciativa.

Sólo el hombre habla.
– Por su razón, el hombre posee la palabra hablada y la palabra escrita.
Sólo el hombre tiene la intención explícita y formal de comunicar lo que piensa: capta los pensamientos de los otros y dice cosas que han pasado en otros tiempos y que no tienen ninguna relación con su naturaleza.

El animal no lanza más que gritos para manifestar, a pesar suyo, el placer o el dolor que siente; pero no tiene lenguaje, porque no tiene pensamiento.

3º Sólo el hombre obra libremente.

– Es libre para elegir entre las diversas cosas que se le presentan.
Cuando hace algo se dice: Yo podría muy bien no hacerlo.
El animal no es libre, y tiene por guía un instinto ciego que no le permite deliberar o elegir.
Por eso no es responsable de sus actos; y, si se le castiga después de haber hecho algo inconveniente, es a fin de que no lo repita, recordando la impresión dolorosa que le causa el castigo.

Por último, el hombre tiene el sentimiento de la divinidad, se eleva hasta Dios, su Creador, y le adora; tiene la esperanza de una vida futura, y este sentimiento religioso es tan exclusivamente suyo, que los paganos definían al hombre:
Un animal religioso.
Así, el hombre, a pesar de su inferioridad física, domina los animales, los doma, los domestica, los hace servir a sus necesidades o placeres y dispone de ellos como dueño, como dispone de la creación entera.

Basta un niño para conducir una numerosa manada de bueyes, cada uno de los cuales, tomado separadamente, es cien veces más fuerte que él.
¿De dónde le viene este dominio?
No es, por cierto, de su cuerpo; le viene de su alma inteligente, porque ella es espiritual, creada a imagen de Dios.

El hombre es el ser único de la creación que reúne a sí la naturaleza corporal y la naturaleza espiritual, y se comunica con el mundo material mediante los sentidos, y con el mundo espiritual mediante la inteligencia.

¿Qué es el alma del hombre?

El alma del hombre es una substancia espiritual, libre e inmortal, creada a semejanza de Dios y destinada a estar unida a un cuerpo.

1º El alma es una substancia.

- Una substancia, según la misma palabra, indica, es una cosa, una realidad que subsiste sin necesidad de estar en otra para existir.

2º El alma es un espíritu.

Un espíritu es un ser simple, inmaterial, substancial, vivo, capaz de existir, conocer, querer y obrar independientemente de la materia.
Un espíritu es inmaterial, es decir, inextenso, indivisible, que no tiene ninguna de la propiedades sensibles de la materia, y no puede ser percibido por los sentidos.

Dos condiciones se requieren para constituir un espíritu:

a) Es necesario que sea simple; inmaterial, indivisible.
b) Que sea independiente de la materia en su existencia y en sus principales operaciones.


3º El alma es libre:

es decir, el alma posee la facultad de determinarse por su propia elección, de hacer una cosa preferentemente a otra, de obrar el bien o de hacer el mal.
Esta facultad se llama libre albedrío.

4º El alma es inmortal:

es decir, que la naturaleza del alma pide una existencia que no tenga fin:
debe sobrevivir al cuerpo y no dejar nunca de vivir.

5º El alma es creada a imagen de Dios:

porque es capaz, como El, de conocer, de amar y de obrar libremente.

Dios es un espíritu, nuestra alma es un espíritu;
Dios es inteligente, nuestra alma es inteligente;
Dios es eterno, nuestra alma es inmortal;
Dios es inmenso, está presente en todas partes y todo entero en todos los sitios del mundo;
nuestra alma está presente en todo nuestro cuerpo y toda entera en todas y cada una de las partes del cuerpo que ella anima.
El alma es imagen de Dios.

6º El alma está destinada a unirse al cuerpo:

para formar con él una sola naturaleza humana, una sola persona con un yo único.
El alma comunica al cuerpo el ser, el movimiento, la vida; y el cuerpo animado por el alma, completa la naturaleza humana de tal suerte que el hombre resulta de la unión de estas dos substancias.

¿Cuáles son los principales cualidades del alma?

Las principales cualidades del alma son tres:
el alma es espiritual, libre e inmortal.
Estas tres grandes prerrogativas: la espiritualidad, la libertad y la inmortalidad constituyen la naturaleza del alma humana, la distinguen esencialmente de todos los seres inferiores y la hacen semejante a los ángeles y a Dios mismo.

1° Espiritualidad del alma

¿Cómo probamos que nuestra alma es un espíritu?

Se prueba que el alma del hombre es un espíritu por sus actos, como se prueba la existencia de Dios por sus obras.
Es un principio evidente que las operaciones de un ser son siempre conformes a su naturaleza: Se conoce al operario por sus obras.
Es así que nuestra alma produce actos espirituales, como los pensamientos, los juicios, las voliciones; luego nuestra alma es espiritual.

Hemos probado ya que el alma existe, que es simple y distinta del cuerpo.
Nos queda por demostrar ahora que es un espíritu, es decir, una substancia espiritual capaz de existir y de ejercer, sin el cuerpo, actos que le son propios.

1° Todo el mundo reconoce que se puede juzgar de la naturaleza de un ser por sus actos: por la obra se conoce al operario.
Los actos de un ser son conformes a su naturaleza; el efecto no puede ser de una naturaleza superior a su causa: así hablan en todos los siglos la razón y la ciencia.
Si, pues, un ser produce actos espirituales, independientes de la materia, él mismo debe ser espiritual, independiente de la materia.

2° Nuestra alma produce actos espirituales. La inteligencia conoce objetos invisibles, incorpóreos, eternos, que el cuerpo no puede alcanzar, como lo verdadero, lo bello, lo bueno, el deber, lo justo, lo injusto...
Nosotros juzgamos del bien y del mal; discernimos lo verdadero de lo falso;
por el raciocinio vamos de las verdades conocidas a las desconocidas y establecemos los principios de las diversas ciencias...

Ahora bien, estas operaciones no pueden depender de un órgano material, porque el objeto de las mismas es completamente inmaterial; luego, para producirlas, se requiere una substancia espiritual.
Así, los actos de nuestra inteligencia prueban que nuestra alma es un espíritu;
pues si así no fuera, el efecto sería superior a su causa, y el acto no sería conforme a la naturaleza del ser que lo produce.

3° La voluntad, por su parte, tiende hacia bienes inaccesibles a los sentidos y a sus apetitos. Necesita de un bien infinito, del bien moral, de la virtud, del orden, del honor, de la ciencia...
A veces, para conseguir estos bienes, llega hasta sacrificar los bienes sensibles, únicos que deberían conmoverla, si fuera una facultad orgánica.
Luego, la voluntad, tan prendada de los bienes espirituales y despreciadora de los objetos materiales, es una facultad espiritual que no puede hallarse sino en un espíritu.

La voluntad es dueña absoluta de sus operaciones; se determina a sí misma a obrar o no; la voluntad es libre. Mi conciencia me dice que cuando mi cuerpo busca el placer, yo puedo resistirle; cuando mi estómago siente hambre, yo puedo negarme a satisfacerla; además, yo puedo infligir a mi cuerpo castigos y austeridades, a pesar de los sufrimientos de los sentidos.
Ahora bien,
¿cómo podríamos nosotros tener imperio y libre albedrío sobre nuestras tendencias instintivas, si la inteligencia y la voluntad no tuvieran actos propios, independientes del cuerpo, si nuestra alma no fuera espiritual?

Sería imposible.
Nuestra alma es, pues, espiritual.

El Concilio de Viena, de 1311, definió que el alma era la forma substancial del cuerpo. En cuanto forma substancial, el alma humana se hace su cuerpo transformado en carne humana los elementos materiales y comunicándoles la vida vegetativa, la vida sensitiva y la vida del hombre.

El hombre, criatura de Dios, posee un alma inteligente, espiritual,libre e inmortal


¿Quiénes niegan la espiritualidad del alma?

Los materialistas y los positivistas.
Ellos afirman que nada existe fuera de la materia y de las fuerzas que le son inherentes; su sistema se llama materialismo.
Es una doctrina absurda, degradante, contraria al buen sentido, a la conciencia, a la sana filosofía, no menos que a la religión.

Efectivamente, si no hay más que materia, no hay inteligencia, ni libertad, ni ley moral, ni Dios.
El hombre puede seguir sus instintos, aun los más perversos; la sociedad queda sin base, y no hay otra ley que la del más fuerte.

La opinión dominante entre los incrédulos de nuestros días es que el hombre desciende del mono, que no es más que un mono transformado, perfeccionado.
Así estos pretendidos sabios, que no hablan más que de la dignidad del hombre, del respeto de los derechos del hombre, no temen atribuirle un origen bestial y reducirlo a un nivel inferior al de los brutos.

El género humano ha visto siempre en el hombre dos cosas:
el alma y el cuerpo, el espíritu y la materia.
El género humano ha visto siempre una diferencia esencial entre el hombre y el animal, porque el hombre está dotado de un alma inteligente y espiritual.
Epicuro fue el primero que enseñó el materialismo. El mundo pagano rechazó horrorizado su sistema, y no vaciló en calificar a los pocos discípulos de Epicuro con el expresivo epíteto de puercos.

¿Es posible que, después de veinte siglos de cristianismo, los materialistas modernos osen renovarlo?...
Sólo las pasiones y el deseo de liberarse de la justicia de Dios pueden inducirnos a errores tan groseros.

¿Qué razones aducen los positivistas para negar la espiritualidad del alma?

Dicen ellos:
1° El alma no se ve.
2° No se comprende lo que sea una substancia espiritual.
3° El alma sufre las vicisitudes del cuerpo, envejece con él. Cuando el cerebro está enfermo, no se piensa, o se piensa mal; luego es el cerebro el que piensa.

1° El alma no se ve, porque es un espíritu, pero se le conoce por sus actos.
Ella manifiesta su existencia mediante efectos sensibles, y estos efectos son tales, que exigen una causa espiritual.
Los actos de la inteligencia y de la voluntad, ¿no son efectos espirituales y, por consiguiente, no reclaman una causa de la misma naturaleza? Esto es evidente.

2° No se comprende lo que sea un espíritu. Pero entonces hay que negar también la existencia de la materia, porque tampoco se la comprende.
Por lo demás, hemos contestado ya a estas dos objeciones al hablar de Dios.

3° El alma sufre las vicisitudes del cuerpo...
Indudablemente, hay relación entre el cuerpo y el alma, y especialmente entre el cerebro y el ejercicio de la inteligencia.
¿Qué prueba esta relación?
Prueba que el alma se vale del cuerpo como de un instrumento, frecuentemente necesario en la vida presente, para ejercer sus funciones; pero esto no prueba que el alma no sea distinta del cuerpo.
Cuando el alma es mal servida por órganos enfermos o gastados,
¿cómo puede ejercitar toda su actividad y su energía?
Si la cuerda de un instrumento está rota o destemplada, el músico no saca de ella más que sonidos débiles o desacordes; pero esto no disminuye en nada la habilidad del artista.

Muchas veces en un cuerpo débil y enfermizo se encierra un alma grande;
como también muchas veces un alma mezquina anima un cuerpo robusto.
Pascal emite sus pensamientos más sublimes en el momento de su muerte: y,
¿cuántos hombres debilitados por la edad, no han mostrado que un alma viril era la reina del cuerpo que animaba?
Los positivistas agregan: Cuando el cerebro está enfermo, el hombre no piensa;
luego es el cerebro el que piensa.

Esta es una objeción muy vieja y que ha sido refutada hace siglos.
Es como si se dijera: cuando una pluma está rota, el escolar no puede escribir más; luego es la pluma la que compone los ejercicios escolares.
La lengua habla; luego es ella la que hace la palabra.
Los animales que tienen una lengua como nosotros,
¿hablan por ventura?
Es necesario el aire para vivir,
¿luego el aire es la vida? El reloj indica la hora,
¿luego, él hace el tiempo? No hay duda de que, en la vida presente, las operaciones del cerebro son una condición para el ejercicio de la memoria y de la inteligencia, pero no es su causa.
Se necesita un cerebro para pensar, como una pluma para escribir: mas el cerebro no piensa, no es más que un instrumento de la inteligencia.
El cerebro es material, y el pensamiento es espiritual; luego el cerebro no puede producir el pensamiento; de lo contrario, el efecto sería superior a la causa.

Un positivista se esforzaba en probar que el alma era materia como el cuerpo.
Un sabio le contestó: “¡Cuánto ingenio habéis gastado, señor, para probar que sois una bestia!... Como se trata de un hecho personal os creemos bajo vuestra palabra...”

2° Libertad del alma. ¿Es libre nuestra alma?

Nuestra alma es libre:
tiene la facultad de poder determinarse por su libre elección, de hacer u omitir, de elegir el bien o el mal. El libre albedrío se prueba:

1° Por el sentido íntimo de la conciencia.
2° Por la creencia universal de todos los pueblos.
3° Por las consecuencias funestas que resultarían del error contrario.


1º Sentido íntimo y conciencia.

Nosotros tenemos el sentido íntimo de nuestra libertad: siento que soy libre, como siento que existo.
Siento en mí la libertad de seguir la voz del deber o los halagos de las pasiones. Es ésta una verdad tan apodíctica, que basta entrar dentro de sí mismo para convencerse de ella.
Tanta es nuestra libertad que podemos contrariar nuestros gustos, nuestros instintos, nuestros intereses, aun los más queridos.
El hombre, en la plenitud de su libre albedrío, sacrificará sus bienes, su libertad, su familia, su vida, todo, por la verdad que él no ve, por la virtud que contraría sus apetitos.

Me ordenas con el cuchillo al cuello, que niegue a mi Dios, que abjure mi fe…
Yo siento que ningún poder me hará cometer semejante vileza.
Yo encuentro en mi camino una bolsa de monedas de oro, y podría apropiármela, pues nadie me ha visto recogerla.
Pero si la tentación me asalta, yo la rechazo rápidamente, y devuelvo la bolsa a su dueño, prefiriendo vivir en mi indigencia antes que mancharme con un robo a los ojos de Dios.
Es innecesario multiplicar los ejemplos.
“Oigo hablar mucho contra la libertad del hombre, y desprecio todos esos sofismas, porque, por más que un razonador trate de probarme que no soy libre, el sentimiento íntimo más fuerte que todos los razonamientos, los desmiente sin cesar” (J.J.Rosseau).

2º La creencia universal de todos los pueblos.

En todos los tiempos y en todos los países, los hombres han sentido, hablado y obrado como seres libres. Deliberan, hacen promesas y contratos, aprueban las buenas acciones y condenan las malas.
Todo esto supone libertad.
¿Se delibera, acaso, acerca de aquello que no depende de uno mismo?, la muerte, por ejemplo? ¿Se promete resucitar a los muertos?
No se proyecta, no se promete sino aquello que se cree poder hacer u omitir.

¿Por qué aprobar lo bueno y reprobar lo malo, si el hombre no es libre de sus actos?
Todos los pueblos han establecido leyes:
¿con qué utilidad si el hombre no es libre?
No se dictan leyes a una máquina que ejerce mecánicamente sus funciones.

3º Funestas consecuencias que resultarían del error contrario.
Si el hombre no es libre, no es dueño de sus actos, y, por consiguiente, no es responsable sino de aquellos actos de los cuales uno es realmente la causa, y si la voluntad no es libre, no es causa de los actos que produce.
Si el hombre no es responsable, no hay deber, porque no se puede estar obligado a querer el bien sino cuando uno tiene libertad de elegirlo.

Si el hombre no es libre, si no es responsable de sus actos, no hay ni virtud, ni vicio, como no hay ni bien ni mal para los animales.
Entonces, el asesino no es más culpable que su víctima.
No hay conciencia, pues ella no tiene el derecho de imponer el bien y prohibir el mal si no existen. El remordimiento es un absurdo.

No hay justicia, porque los jueces no podrían condenar a un criminal que no es responsable de sus actos. Estas consecuencias tan monstruosas, tan reprobadas por el sentido común, bastan para demostrar la falsedad del fatalismo.

¿Quiénes niegan la libertad del alma?

Los fatalistas, los positivistas y ciertos herejes.

Los antiguos fatalistas atribuían a una divinidad ciega,
llamada hado (del latín fatum), todas las acciones del hombre.
Aun hoy, los mahometanos dicen:
Estaba escrito; es decir, todo lo que acontece debía necesariamente acontecer.
En nuestros días, los positivistas caen en el mismo error, al decir que nuestra voluntad se determina a la acción por la influencia irresistible de los motivos que la solicitan; y así atribuyen los actos del hombre a las influencias del medio, del clima, del carácter, del temperamento.

Ciertos herejes, como los protestantes y los jansenistas, se han atrevido sostener que, por el pecado de Adán, el hombre habría perdido la facultad de hacer el bien, y que era arrastrado por la concupiscencia.
Aceptar estos errores equivale a decir que no hay ni bien ni mal, que las leyes son un contrasentido, que el hombre es una simple máquina, etc.

3º Inmortalidad del alma.

El alma del hombre, ¿es inmortal?


Sí, el alma del hombre no dejará jamás de existir. Todo lo prueba de una manera evidente:

1º La naturaleza del alma.
2º Las aspiraciones y los deseos del hombre.
3º Las perfecciones de Dios.
4º La creencia de todos los pueblos.
5º Las consecuencias funestas que resultarían de la negación de esta verdad fundamental.


¿Cómo probamos por la naturaleza del alma que es inmortal?

Un ser es naturalmente inmortal cuando es incorruptible y puede vivir y obrar independientemente de otro.
Ahora bien, el alma es incorruptible, porque es simple, indivisible;
puede vivir y obrar independientemente del cuerpo, porque es un espíritu;
luego es inmortal por naturaleza. Un espíritu no puede morir.

Si nuestra alma debiera perecer, sería:

1º o por encerrar en sí misma principios de corrupción;
2º o por tener otra razón de existir que dar la vida al cuerpo;
3º o, finalmente, por aniquilarla Dios. Pues bien, ninguna de estas tres hipótesis puede ser admitida.

1º Nuestra alma es incorruptible,es decir, que no encierra en sí ningún principio de disolución y de muerte.

¿Qué es la muerte?

La muerte es la descomposición, la separación de las partes de un ser.
Es así que el alma no tiene partes, pues es simple e indivisible;
luego no puede descomponerse, disolverse o morir.

2º La vida del alma no depende del cuerpo, de donde se sigue que, en virtud de su propia naturaleza, nuestra alma sobrevive al cuerpo.
La vida de los sentidos, única que poseen los animales, muerto el cuerpo, es incapaz de ejercer función alguna; porque esta clase de alma, que es substancia imperfecta, en cuanto substancia, muere con el cuerpo.

Mas no acontece lo mismo con el alma del hombre. Hemos demostrado ya que es espiritual, es decir, que posee una vida, la vida de la inteligencia, que es completamente independiente de nuestros órganos corporales, en sus operaciones, y en su principio.
Esta vida no cesa, pues en el momento de la muerte, en virtud de su naturaleza espiritual, nuestra alma sobrevive al cuerpo.
Por lo demás, las aspiraciones de nuestra alma hacia la plena posesión de la verdad, hacia la felicidad de la vida sin fin, cuya sombra solamente tenemos aquí, no podrán existir en ella, si no fuera por naturaleza inmortal.
Es lo que prueba la pregunta siguiente.

3º Ningún ser puede aniquilar el alma, excepto Dios; pero no tiene, en su naturaleza espiritual, los principios de una vida inmutable.

Los deseos y las aspiraciones del alma, ¿prueban que es inmortal?

Sí; el deseo natural e irresistible que tenemos de una felicidad perfecta y de una vida sin fin prueba la inmortalidad del alma; porque este deseo no puede ser satisfecho en la vida presente y, por lo mismo, debe ser satisfecho en la vida futura; si no, Dios, autor de nuestra naturaleza, se habría burlado de nosotros, dándonos aspiraciones y deseos siempre defraudados, nunca satisfechos;
lo que no puede ser.
Si el deseo de la felicidad no debiera ser satisfecho, Dios no lo hubiera puesto en nosotros.

1º Todo hombre que penetre en su corazón encontrará en él un inmenso deseo de felicidad.
Este deseo no es un efecto de su imaginación, pues no es él quien se lo ha dado, y no está en su poder desecharlo.
Este deseo no es una cosa individual, pues todos los hombres, en todos los climas y en todas las condiciones, lo han experimentado y lo experimentan diariamente.
Esta aspiración brota, pues, del fondo de nuestro ser y se identifica con él.
La felicidad es la meta señalada por Dios a la naturaleza humana.


Ahora bien, ¿es posible que Dios haya puesto en nosotros un deseo tan ardiente, que no podamos satisfacer?
¿Nos ha creado para la felicidad, y nos ha puesto en la imposibilidad de conseguirla?
Evidentemente, no; que en ese caso Dios no sería Dios de verdad.

Dios no engaña el instinto de un insecto,
¿y engañaría el deseo que ha infundido en nuestra alma?

Luego es necesario que, tarde o temprano, el hombre logre una felicidad perfecta,
si él, por propia culpa, no se opone a ello.

2º Pero esta felicidad perfecta no se halla en esta tierra: nada en esta vida puede satisfacer nuestros deseos; todos los bienes finitos no pueden llenar el vacío de nuestro corazón: ciencia, fortuna, honor, satisfacciones de todas clases, caen en él, como en un abismo sin fondo, que se ensancha sin cesar.

¡Extraña cosa!, los animales, que no tienen idea de una felicidad superior a los bienes sensibles, se contentan con su suerte.
Y el hombre, sólo el hombre, busca en vano la dicha, cuya imperiosa necesidad lleva en el alma. Nunca está contento, porque aspira a una bienaventuranza completa y sin fin. Puesto que no es feliz en este mundo, es necesario que halle la felicidad en la vida futura.

Este raciocinio también se aplica a nuestras aspiraciones intelectuales:
el hombre tiene sed de verdad y de ciencia; quiere conocerlo todo: nunca puede llenar su deseo de saber. Ha sido creado, pues, para hallar en Dios toda verdad y toda ciencia. A la manera que el cuerpo tiende hacia la tierra, así el alma tiende hacia Dios y hacia la inmortalidad.

¿No podría Dios aniquilar el alma?

Sí; absolutamente hablando, Dios podría aniquilarla en virtud de su omnipotencia; pero no lo hará, porque no la ha creado inmortal por naturaleza para destruirla después. Además de esto, sus atributos divinos, su sabiduría y su justicia a ello se oponen.

El alma no existe necesariamente; Dios la ha creado libremente y, por lo tanto, podría destruirla con sólo suspender su acción conservadora, que no es más que una creación prolongada.
Sin embargo, este aniquilamiento requiere nada menos que la intervención de toda la omnipotencia divina.
Aniquilar y crear son dos actos que piden igual poder, y sólo Dios puede producirlos.

Ahora bien, la ciencia demuestra que nada se destruye en la naturaleza;
nada se pierde, todo se transforma.
El cuerpo es, evidentemente, menos perfecto que el alma; y el cuerpo no se aniquila, sino que sigue existiendo en sus átomo.

¿Por qué, pues, el alma, la porción más noble de nosotros mismos, sería aniquilada?...

Tenemos pleno derecho para suponer que el alma del hombre no es de peor condición que un átomo de materia.
Dios es libre para no crear un ser, esto es indudable; pero una vez que lo ha creado, se debe a sí mismo el tratarlo de acuerdo con la naturaleza que le ha dado. Dios le ha dado al alma una naturaleza espiritual y una constitución inmortal;
luego El no abrogará esta disposición providencial:
Dios se debe a sí mismo no contradecirse.
Además, conforme veremos inmediatamente, los atributos de Dios requieren que el alma sea inmortal.

La sabiduría de Dios, ¿demanda que nuestra alma sea inmortal?

Sí; la sabiduría de Dios pide que nuestra alma sea inmortal, porque un legislador sabio debe imponer una sanción a su ley, es decir, debe establecer premios para los que la observan y castigos para los que la violan. Esta sanción de la ley divina debe necesariamente hallarse en esta vida o en la futura.

Pero nosotros no vemos en la vida presente una sanción eficaz de la ley de Dios; por lo tanto es necesario que exista en la vida futura, so pena de decir que Dios es un legislador sin sabiduría.

Dios ha creado al hombre libre, pero no independiente. Todos los seres creados están regidos por leyes conformes a su naturaleza. los seres inteligentes y libres han recibido de Dios la ley moral para que los dirija hacia su último fin.
Esta ley, conocida y promulgada por la conciencia, se resume en dos palabras hacer el bien y evitar el mal.

Un legislador sabio, que impone leyes, debe tomar los medios necesarios para que sean observadas.
El único medio eficaz son los premios y los castigos: es lo que se llama sanción de una ley. En la vida presente no vemos una sanción eficaz para la ley de Dios.

¿Dónde estaría?
¿En los remordimientos o en la alegría de la conciencia?
Pero los malvados ahogan los remordimientos, y la alegría de la conciencia bien poca cosa es comparada con los sufrimientos y las luchas que requiere la virtud.

¿Estaría en el desprecio público, o en la estimación de los hombres?
¡Ah!, con demasiada frecuencia vemos que son precisamente los grandes culpables los que gozan de la estima de los hombres, mientras que los justos son el blanco de todas las burlas.

¿Estaría en la justicia humana? No;
porque ella no alcanza hasta los pensamientos y deseos, fuentes del mal; no tiene recompensas para la virtud; no puede descubrir todos los crímenes: ella puede ser burlada por la habilidad, comprada por el dinero, intimada por el miedo; y si, a veces, vindica los derechos de los hombres, no vindica los derechos de Dios.

Fuera de eso, ¿cuál sería en este mundo la recompensa de aquel que muere en el acto mismo del sacrificio, como el soldado sobre el campote batalla; o el castigo para el suicida?
Por consiguiente, la sanción eficaz de la ley de Dios no puede hallarse más que en los castigos o premios que nos esperan después de la muerte.

¿También la justicia de Dios demanda que el alma sea inmortal?

Sí, la justicia pide que Dios de a cada uno según sus méritos; que recompense a los buenos y castigue a los malos.
Pero, ¿es en esta vida donde los buenos son premiados y los malos castigados?
No; en esta vida, los buenos frecuentemente se ven afligidos, perseguidos y oprimidos, mientras que los malos prosperan y triunfan.

Luego la justicia de Dios pide que haya otra vida donde los buenos sean recompensados y los malos castigados; si no, no habría justicia.

Entonces se podría decir que no hay Dios, porque Dios no existe, si no es justo.
Es necesario que haya una justicia por lo mismo que hay Dios.

Si Dios no es justo, no es infinitamente perfecto, no es Dios.
Un Dios justo debe retribuir a cada uno según sus obras. Sería imposible que mirara de la misma manera al bueno y al malo, al parricida y al hijo obediente, al obrero honrado y al pérfido usurero.

Y, ¿qué sucede frecuentemente?

Sucede que el malo triunfa y el bueno sufre; que la virtud es ignorada o despreciada y el vicio honrado.
Hay tribunales para los malhechores vulgares (¡y no todos ellos llegan!);
pero no los hay para los canallas de primer orden. Nerón, corrompido, cruel, perjuro, sentado en el trono del mundo. Y en los calabozos de Nerón, San Pedro, San Pablo… Y la justicia de Dios, ¿dónde está?...

Por todas partes se ven tiranos adulados, coronados, viviendo entre delicias, mientras que los justos son perseguidos, torturados, martirizados…

¿Dónde está la justicia de Dios?...

¡Cuántos despotismos, proscripciones, perjurios e iniquidades sobre la tierra!
Pero, ¿qué se ha hecho la justicia de Dios?
Yo os aseguro que ella no ha abdicado, que ella cuenta todas las gotas de sangre y todas las lágrimas que los malvados hacen derramar:
tan cierto como que Dios es Dios, El retribuirá a cada uno según sus obras.
Y como ciertamente todo eso no se hace en esta vida, se hará en la otra; luego es necesario que el alma sobreviva al cuerpo, es necesario que ella sea inmortal.

Así, Dios permite los sufrimientos de los justos, porque hay otra vida para restablecer el equilibrio.
Los dolores de esta vida son pruebas que santifican, son combates que llevan a la gloria, son avisos del cielo para que no dejemos el camino de la virtud.
Pero estos sufrimientos nada son, comparados con la felicidad eterna que Dios tiene reservada al justo.

-¿Crees tú en el infierno?

preguntaron a un sacerdote los jueces revolucionarios de Lyon.
-¡Y cómo podría yo dudar, viendo lo que está pasando! ¡Ah!, si yo hubiera sido incrédulo, hoy sería creyente…
Es el raciocinio del propio J.J. Rousseau:
“Si no tuviera yo más prueba de la inmortalidad del alma, que el triunfo del malvado y la opresión del justo, esta flagrante injusticia me obligaría a decir:
No termina todo con la vida, todo vuelve al orden con la muerte”.

Todos los pueblos de la tierra, ¿han admitido siempre la inmortalidad del alma?

Sí; es un hecho testificado por la historia antigua y moderna que los pueblos del mundo entero han admitido la inmortalidad del alma, como lo prueba el culto de los muertos, el respeto religioso de los hombres por las cenizas de sus padres y los monumentos que ha erigido sobre sus sepulcros.

Esta creencia universal y constante no puede proceder sino de la razón, que admite la necesidad de la vida futura, o de la revelación primitiva, hecha por Dios a nuestros primeros padres y transmitida por ellos a sus descendientes.
Ahora bien, el testimonio, sea de la razón, sea de la revelación, no puede ser sino la expresión de la verdad; luego la creencia de los pueblos es una nueva prueba de la inmortalidad del alma.

Todos los pueblos han creído en la existencia de un lugar de delicias, donde los buenos eran recompensados y de un lugar de tormentos, donde los malos eran castigados.
¿Quién no conoce los Campos Elíseos, y el negro Tártaro de los griegos y de los romanos?...
Basta leer la historia de los pueblos.

¿Cómo explicar esta fe universal en la vida futura?

Esta fe no es el resultado de la experiencia, porque toda la vida parece extinguirse con la muerte, y los muertos no vuelven para asegurarnos de la realidad de la otra vida.
No es una invención de los reyes y de los poderosos, porque muchos de aquellos a quienes los antiguos creían condenados a los castigos futuros eran precisamente reyes como Sísifo, Tántalo…
No es tampoco la enseñanza de una secta religiosa, porque la creencia en una vida futura es el fundamento de todas las religiones.
No se puede atribuir a las pasiones humanas, porque es su castigo; ni a la ignorancia, porque existe también en los pueblos civilizados; y, conforme a una ley de la historia, un pueblo es tanto más grande cuanto su fe en la inmortalidad es más firme y pura.

Este hecho no puede reconocer sino dos causas:

1º La revelación primitiva, infalible como Dios mismo.
2º El instinto irresistible de la razón humana, que por todas partes y siempre, por el buen sentido, está obligada a reconocer las mismas verdades fundamentales.
Según frase de Cicerón, aquello que conviene la natural persuasión de todos los hombres, necesariamente ha de ser verdadero. Es un axioma de sentido común contra el cual en vano protestan algunos materialistas modernos.

¿Qué debemos pensar de los que dicen: Una vez muertos se acabó todo?

Los que se atreven a decir que todo acaba con la muerte son insensatos que tienen el loco orgullo de contradecir todo el género humano y de conculcar la razón y la conciencia.
Son criminales, y no desean el destino del animal sino para poder vivir sin el temor y los remordimientos.
Son infelices, pues lejos de obtener lo que desean, no podrán escapar a la justicia divina, y aprenderán a sus propias expensas lo terrible que es caer en manos de un Dios vengador.


1º Si fuera cierto que con la muerte todo acaba, habría que decir:

a) que Dios se ha burlado de nosotros al darnos el deseo irresistible de la felicidad y de la inmortalidad.

b) Que todos los pueblos del mundo han vivido hasta ahora en el error, mientras que un puñado de libertinos son los únicos que tienen razón.

c) Que la suerte del asesino sería la misma que la de su víctima; que los justos que practican la virtud y los malvados que se entregan al crimen, serán tratados de la misma manera, etc.


¿No es esto inadmisible? ¿No es esto hacer del mundo una cueva de ladrones y de bestias feroces?
Y, sin embargo, tal es la locura de los materialistas.

2º Los que niegan la inmortalidad del alma son los ateos, los materialistas, los positivistas, los librepensadores, todos aquellos que tienen interés en no creerse superiores a los animales.

Este dogma tiene los mismos adversarios que el de la existencia de Dios:
son los hombres que, para acallar sus remordimientos o para no verse obligados a combatir sus pasiones, quieren persuadirse de que no hay nada que temer, nada que esperar después de esta vida.
Pero cuando un insensato cierra los ojos y declara que el sol no existe, se engaña a sí mismo y no impide al sol que alumbre.

3º Los que niegan la inmortalidad del alma son semejantes al hijo pródigo, que deseaba, sin conseguirlo, el sucio alimento de la piara de puercos que tenía a su cuidado. Estos hombres reclaman en vano la nada del bruto que les interesa conseguir; nadie se la dará; no serán aniquilados y el infierno les aguarda.
¡cuán dignos son de lástima!...

¿Cuáles son las consecuencias prácticas de la inmortalidad del alma?

Así como se conoce el árbol por sus frutos, se conocen los dogmas verdaderos por los buenos frutos que producen. La creencia en la inmortalidad del alma produce excelentes frutos: es para el hombre consuelo en la desventura, móvil de la virtud, fuente de los mayores heroísmos.

Por el contrario, la negación de la inmortalidad del alma produce frutos de muerte. Si el alma debe morir, no hay virtud, ni deber, ni religión, ni sociedad posible. Todo se desmorona. Juzgad, pues, el árbol por los frutos de muerte que produce.

1º El dogma de la inmortalidad del alma sostiene, anima,, consuela al hombre virtuoso, puesto que le hace esperar una recompensa y una felicidad que no tendrá fin.
Si suprimimos la otra vida, la muerte no tendría consuelos ni esperanzas.

¿Qué puede decir un incrédulo junto a un féretro?
¡Son amigos que se separan con la certeza de no volverse a ver jamás!...
Miren a esa madre, loca de dolor, junto a una cuna, herida por la muerte; el impío sólo puede decirle:
“Hay que ser razonable; esto les sucede también a otros, también nosotros moriremos”.
En cambio, una Hermana de la Caridad dirá a esa pobre madre:
“Hallaréis vuestro hijito en el cielo; está con los ángeles y un día irá a juntarse con él”.

Una doctrina tan consoladora viene de Dios. Vosotros que lloran vuestros muertos queridos, consolaos, los encontrarán en una vida mejor. No, no termina todo al cerrarse la fría losa de la tumba.
La creencia en la inmortalidad del alma es la única que puede formar hombres, llevarlos a la práctica de grandes virtudes, despertar en ellos nobles abnegaciones por Dios, por la sociedad, por la patria, puesto que esa creencia nos hace esperar alegrías tanto mayores cuanto más grandes hayan sido los sacrificios hechos por nosotros. Ella nos hace despreciar todo lo transitorio para no estimar sino lo que es eterno.

2º Decir, por el contrario, que cuando uno muere, todo muere con él, es suprimir toda virtud, todo deber, toda religión.
Y en verdad, si no hay nada que esperar, nada que temer después de esta vida,
¿qué interés podemos tener en practicar el bien, el deber, la religión, a menudo tan penosos? ¿Qué digo?
El bien y el mal, la virtud y el vicio no son más que vanas preocupaciones y odiosas mentiras.
La virtud cuesta grandes sacrificios, mientras que el vicio agrada a nuestra naturaleza caída.

Ahora bien, si nuestra existencia se limita a esta tierra, si la virtud no produce frutos de felicidad eterna, si el vicio no acarrea dolores inconsolables para la vida futura, es una tontería sufrir tanto para practicar la virtud y preservarse del vicio.
Entonces fallan por su base la virtud, la familia, la religión, la sociedad.
Si fuera cierto que con la muerte todo muere, el mundo se vería inundado por un diluvio de crímenes.
El robo, el homicidio, las más vergonzosas pasiones, no tendrían barreras, porque se tiene, con frecuencia, la facilidad de escapar de los gendarmes y de las prisiones.

“Una sociedad que no cree en Dios, ni en el alma, ni en la vida futura, no respeta ni justicia ni moral. Verdaderamente, si todo se limita a la vida presente,
¿por qué se ha de consentir que la autoridad, la fortuna, los placeres sean para los poderosos?

¿Por qué la sumisión, la pobreza, la miseria y los sufrimientos han de estar reservados a las clases bajas?...

Si la vida futura es un sueño, el hombre tiene sobrada razón para buscar en la vida presente su gozo, su felicidad.

Si no los halla, le asiste toda la razón para conquistarlos con la fuerza de las armas y la revolución. Y si fracasa, nadie puede reprocharle el que se abandone a la desesperación y busque en el suicidio el único remedio posible que le queda.
Está visto: la ausencia de toda creencia en la en la vida futura es el camino cerrado a toda virtud, a todo heroísmo, a toda abnegación.
Es el camino abierto a todas las pasiones, a todos los crímenes, a todas las revoluciones.
El materialismo, propagado por la masonería, ahí tenéis la causa de todas las desgracias, de las ruinas y los crímenes que desolan, en la hora presente, a nuestra hermosa Francia”. CAULY

La inmortalidad del alma, ¿prueba la eternidad del cielo y la eternidad del infierno?

Las mismas razones que prueban que el alma es inmortal, prueban también que será o eternamente feliz en el cielo, o eternamente desgraciada en el infierno.

La vida presente, en efecto, es el tiempo de la prueba, y la vida futura es la meta, el término adonde debe llegar el hombre inteligente y libre.
Después de la muerte, ya no habrá tiempo para el mérito ni para el demérito, ni habrá lugar para el arrepentimiento.

Por consiguiente, los buenos quedarán siempre buenos, y los malos siempre malos;

es justo, pues, que así la recompensa de los primeros, como el castigo de los segundos, sean eternos.
Un ser libre y responsable debe ser llamado, tarde o temprano, a dar cuentas de sus actos. Por lo tanto, su destino se divide en dos partes:
la primera es la de la prueba, de la tentación, de la lucha;
la segunda, la de la recompensa, o del castigo.

Para el hombre, el tiempo de la prueba termina con la muerte.
Tal es el sentir de todos los pueblos y de la razón misma. Porque si la muerte no alcanza el alma, destruye, sin embargo, el compuesto humano que constituye al hombre. Pero como es al hombre precisamente a quien se dirige la ley moral y a quien se impone el deber, corresponde al compuesto humano alcanzar o no su última meta.

El cielo es eterno. Dios ama necesariamente al justo, y es amado por él.
¿Por qué, pues, se ha de matar este amor, puesto que el justo permanecerá siempre justo?
Por otra parte, la felicidad de la vida futura debe ser perfecta, y no sería perfecta una felicidad que no sea eterna.
Luego el premio del justo debe ser eterno:

El infierno es eterno.

Análogas consideraciones prueban que el castigo del culpable debe ser eterno.
El alma penetra en la vida futura en el estado y con los afectos que tenía en el momento de la muerte; y este estado y afectos son irrevocables, porque los cambios no pueden pertenecer sino a la vida presente, que es vida de prueba, pasada la cual todo ser queda fijado para siempre.
El culpable persevera, pues, en el mal: permanece eternamente culpable, y no cesa, por consiguiente, de merecer el castigo.
“El árbol queda donde ha caído: a la derecha si ha caído a la derecha, a la izquierda si ha caído a la izquierda”.

¿Hay más pruebas de la eternidad del infierno?

Sí; la razón nos provee de varias otras pruebas decisivas de la eternidad del infierno.

1º La creencia de todos los pueblos la afirma.
2º La sabiduría de Dios pide como vindicación por la violación de sus leyes.
3º La justicia divina reclama para castigar al hombre que muere culpable de una falta grave.
4º Finalmente, la soberanía de Dios la demanda para tener la última palabra en la lucha sacrílega del hombre contra su Creador y su soberano Señor.


1° La creencia de todos los pueblos la afirma.

– En todos los tiempos, desde el principio del mundo hasta nuestros días, todos los pueblos han creído en la existencia de un infierno eterno.
Hemos hecho notar esta creencia al hablar de la inmortalidad del alma.
¡Cosa asombrosa! El dogma del infierno eterno, que subleva todas las pasiones contra él y causa horror a la naturaleza humana, es el único que los hombres no han discutido.
Basta consultar los poetas, los filósofos, los escritores de la antigüedad, y todos, sin excepción, hablan del infierno eterno.

Hesíodo y Homero lo pintan a los habitantes de Grecia; Virgilio y Ovidio lo describen en la Roma idólatra.
¿Quién no recuerda los suplicios de Prometeo, de Tántaro, de Sísifo, de Ixión y de las Danaides?
Sócrates, citado por Platón, habla de las almas incurables que son precipitadas al eterno Tártaro, de donde no saldrán jamás.
Un pagano, gran despreciador de los dioses, el impío Lucrecio, trató de destruir esa creencia, “porque, decía él, no hay reposo y es imposible dormir tranquilo, si se está obligado a temer, después de esta vida, suplicios eternos”.

Sus esfuerzos fueron inútiles. La creencia en el infierno eterno fue siempre el dogma fundamental de la religión de todos los pueblos.
Celso, filósofo pagano, enemigo acérrimo del Cristianismo, lo confirma en el segundo siglo de la Iglesia. “Tienen razón los cristianos, dice él, en pensar que los malos sufrirán suplicios eternos.
Por lo demás, este sentimiento les es común con todos los pueblos de la tierra”.
Leyendo la historia de todas las razas: egipcios, caldeos, persas, indios, chinos, japoneses, galos, germanos, etc., vemos que todos creían en un infierno eterno, como en la existencia de Dios.

Cuando Colón descubrió América, comprobó que los habitantes del Nuevo Mundo tenían la misma creencia. Un viejo jefe le amenaza con el infierno, diciéndole:
“Sabe que al salir de la vida hay dos senderos, uno fulgurante de luz y otro sumido en las tinieblas; el hombre de bien toma el primero, mientras que el malvado echa a andar por el sendero tenebroso hacia el lugar de los suplicios eternos”.

¿Cuál es el origen de esta creencia de todos los pueblos?

No pueden ser los sentidos, ni las preocupaciones, ni las pasiones, porque una pena eterna es una pena espantosa que aterra el espíritu y lo desola, tortura el corazón y lo desgarra.
Esta creencia no puede tener su origen sino en la razón, que reconoce la necesidad de un infierno eterno para impedir el mal o castigarlo; o bien este dogma se remonta hasta Dios mismo: forma parte de la revelación primitiva, que es la base de la religión y de la moral del género humano.
Pero, tanto en un caso como en otro, esta creencia no puede ser sino la expresión de la verdad.

2ºLa sabiduría de Dios pide la eternidad de las penas como sanción preventiva.

– Todo legislador sabio debe dar a sus leyes una sanción eficaz; y la única sanción eficaz para las leyes de Dios es la eternidad de las penas.
Porque, para que surta el efecto deseado, es menester que toda sanción pueda neutralizar las seducciones del vicio, y determinar al hombre a que observe la ley divina, aun con pérdida de su fortuna y de su vida.
Ahora bien, la sola esperanza de escapar un día de la justicia de Dios haría ineficaz toda sanción temporal.
Todo lo que tiene término no es nada para el hombre, que se siente inmortal.
Lo que constituye la eficacia de la sanción no es el infierno, es su eternidad.

Lo prueba el hecho de que los malvados aceptan sin dificultad que haya castigo después de esta vida, con tal que no sea eterno.
Un infierno que no es eterno es un purgatorio cualquiera.
Y el pensamiento del purgatorio, ¿refrena acaso a los malvados?
Ese pensamiento apenas inquieta a los justos, porque el purgatorio tiene término.

Cierto alemán se avenía a pasar dos millones de años en el purgatorio por gozar el placer de una venganza. Es, pues, la eternidad lo que constituye la eficacia de la sanción. Sin la eternidad de las penas, Dios no sería más que un legislador imprudente, incapaz de hacer observar sus leyes, o de castigar a los calculadores de las mismas.

3º La justicia de Dios requiere la eternidad del infierno, como pena vindicativa para castigar el mal.

– Es un principio admitido por todos, que debe existir proporción entre la culpa y la pena, entre el crimen y el castigo…
Ahora bien, a no ser por la eternidad del infierno, no habría proporción entre la culpa y la pena… Y, en verdad, la gravedad de la culpa se deduce de la dignidad de la persona ofendida.
El pecado, ofendiendo a una Majestad infinita, reviste, por lo mismo, una malicia infinita, merecedor de un castigo infinito.

Pero como el hombre es limitado y finito en su ser, no puede ser susceptible de una pena infinita en intensidad; pero puede ser castigado con una pena infinita en duración, es decir, eterna.
Es justo, por consiguiente, que sea condenado al fuego eterno, a fin de que el castigo guarde proporción con la culpa.

4º La soberanía de Dios pide la eternidad de las penas.

– Si el infierno debiera tener término, cada uno de nosotros podría hablar a Dios de esta suerte: “Yo sé que Vos me podéis castigar, pero también sé, que tarde o temprano, os veréis obligado a perdonarme a aniquilarme.
Me río, pues, de Vos y de vuestras leyes; me río también del infierno, al que me vais a condenar, porque sé que algún día saldré de allí”-.

¿Se concibe que una criatura pueda con razón hablar así de su Creador?

Dios es el Señor del hombre, y su soberanía no puede ser impunemente despreciada.
El hombre, pecando mortalmente, declara guerra a Dios: ¿quién será el vencedor? Necesariamente debe ser Dios, quien pronuncia la última palabra mediante la eternidad de las penas. Luego, la soberanía de Dios exige que el infierno sea eterno.

CONCLUSION.

O el infierno eterno existe, o Dios no existe; porque Dios no es Dios, si no es sabio, justo y Señor soberano.
Pero como quiera que sea imposible, a menos de estar loco, negar la existencia de Dios, así también fuera menester estar loco para negar la existencia de un infierno eterno.
La existencia del infierno es un dogma de la razón y un artículo de fe.
Con el dogma del infierno acontece lo que con el dogma de la existencia de Dios: el impío puede negarlo con palabras, su corazón puede desear que no exista, pero su razón le obliga a admitirlo.

La misma rabia con que el incrédulo niega este dogma prueba a las claras que no puede arrancarlo de su espíritu: nadie lucha contra lo que no existe; nadie se enfurece contra quimeras.
Es tan difícil no creer en el infierno, que el propio Voltaire no pudo eximirse de esta creencia. A uno de sus discípulos, que se jactaba de haber dado con un argumento contra la eternidad de las penas, le contestó:
“Os felicito por vuestra suerte; yo bien lejos estoy de eso”.

Voltaire tembló en su lecho de muerte, agitado por el pensamiento del infierno, y la muerte de ese impío ha hecho decir: “El infierno existe”.

J.J. ROSSEAU, sofista mil veces más peligroso que Voltaire, no se atrevió a contradecir la tradición universal, y se contentó con volver la cabeza para no ver el abismo: – No me preguntéis si los tormentos de los malvados son eternos;
lo ignoro – No tuvo la audacia de negarlo.
¡Tanta autoridad y fuerza hay en esas tradiciones primitivas que Platón conoció, que Romero y Virgilio cantaron y que se encuentran en todos los pueblos del Viejo y del Nuevo Mundo; tan imposible es derribar un dogma admitido en todas partes, a despecho de las pasiones unidas desde tantos siglos para combatirlo!

¿Qué valor tienen las suposiciones ideadas por los incrédulos para suprimir la eternidad del infierno?

Contra la eternidad del infierno no se pueden hacer más que las tres siguientes hipótesis:
1° o el pecador repara sus faltas y se rehabilita;
2° o Dios le perdona sin que se arrepienta;
3° o Dios le aniquila.


Estas suposiciones son contrarias a los diversos atributos de Dios y están condenadas por la sana razón.

1° Para explicar lo que sucederá más allá del sepulcro, ciertos incrédulos modernos proponen teorías absurdas.

Juan Reynaud (Tierra y Cielo), Luis Figuier (El Mañana de la Muerte) y Flammarión (Pluralidad de los mundos habitados) renuevan el viejo error de la metempsicosis, y suponen que las almas emigran a los astros para purificarse y perfeccionarse cada vez más.

Todas estas teorías no pasan de ser afirmaciones gratuitas, ilusiones y quimeras que hacen retroceder la dificultad sin resolverla.
¡Si es posible rehabilitarse después de esta vida, no hay sobre la tierra sanción de la ley divina!
¿Para qué inquietarse en esta vida? ¡Ya nos convertiremos en los astros!
Y si, después de varias peregrinaciones sucesivas, el hombre sigue siendo perverso, ¿será condenado a errar eternamente de astro en astro, de planeta en planeta?...
Pero en este caso, el hombre no llegaría jamás a su meta, lo que es contrario al sentido común.

Por lo demás, si después de la muerte existiera un segundo período de prueba, nada impediría que hubiera un tercero, un cuarto, y así sucesivamente.
¿Adónde llegaríamos? Llegaríamos a esto: que el malvado podría pisotear indefinidamente las leyes de Dios y burlarse de su justicia…
Esto no puede ser: la muerte es el fin de la prueba, la eternidad será su término.

2º¿Puede Dios perdonar al pecador en la vida futura?

No; esto es imposible. El perdón no se impone, se otorga y no se concede sino al arrepentimiento.
Ahora bien, el réprobo no puede arrepentirse, porque la muerte ha fijado su voluntad en el mal para toda la eternidad. Ya no es libre. El infierno es para él un centro de atracción irresistible, y es tan imposible para el desgraciado elevarse a Dios por un movimiento bueno, como lo es para la piedra elevarse a los aires por sí misma.

Las agujas de un reloj cuyo movimiento se detiene, marcarán siempre la misma hora; un alma detenida por la muerte en el mal, seguirá marcando lo mismo por toda la eternidad.
Además, el perdón concedido por Dios en la vida futura destruiría toda la eficacia de la sanción de la ley divina.
¿Qué podría detener al hombre en el momento de la tentación, si abrigara alguna esperanza de obtener su perdón en la eternidad?

¡Cuántos perversos se entregarían gustosos a la práctica del mal, si el infierno no fuera eterno!
Y si el temor de las penas eternas no sujeta a todos en el sendero del deber, la idea de castigos temporales no ejercería sobre ellos ninguna influencia.

3º ¿Puede Dios aniquilar al culpable?

No; Dios no puede aniquilarlo sin ir contra los atributos divinos, y esto por diversos motivos:

1º El aniquilamiento es opuesto a todo el plan de la creación.

Dios ha creado al hombre por amor, y le ha creado libre e inmortal; pero quiere que el hombre le glorifique por toda la eternidad.
Dios no puede, por mucho que el hombre haya abusado de su libertad, cambiar su plan divino, porque entonces resultaría esclavo de la malicia del pecador.

Dios quiere ser glorificado por su criatura y, no podría ser de otra suerte.
Es libre el hombre para elegir su felicidad o su desdicha; pero de buen o mal grado, la criatura debe rendir homenaje a la sabiduría de Dios, que es su Señor, o celebrando su gloria en el cielo, o proclamando su justicia en el infierno.

2º Si Dios aniquilara al culpable, su ley carecería de sanción eficaz.

Para el pecador el aniquilamiento, lejos de ser un mal, sería un bien.
Eso es, precisamente, lo que él pide: sus deseos son gozar de todos los placeres sensibles, y luego morir todo entero, para escapar de Dios y de su justicia;
a esta muerte completa, él la llama reposo eterno.
El aniquilamiento, pues, no sería una sanción eficaz de la ley moral, puesto que Dios aparecería impotente y sería vencido por el hombre rebelde.

3º Además, el número y la gravedad de las faltas piden que haya grados en la pena, y le sería imposible a Dios aplicar este principio, si no tuviera otra arma que el aniquilamiento para castigar al hombre culpable.
El aniquilamiento no tiene grados: pesa de un modo uniforme, pesa indistintamente sobre todos aquellos a quienes castiga, confundiendo todas las vidas criminales en el mismo demérito.

Esta monstruosa igualdad destruiría la justicia. Luego, después de esta vida, el pecador ni puede obtener el perdón ni ser aniquilado; debe sufrir un tormento eterno.

OBJECIONES.

1ª ¿No es injusto castigar un pecado de un momento con una eternidad de suplicios?

No; porque la pena de un crimen no se mide por la duración del acto criminal, sino por la malicia del mismo.

¿Cuánto tiempo se necesita para matar a un hombre?

Basta un instante; y sin embargo, la justicia humana condena a muerte al asesino; castigo que es una pena, por decirlo así, eterna, puesto que el culpable es eliminado para siempre de la sociedad (lo mismo con la pena de cadena perpetua).

¿Cuánto tiempo se necesita para provocar un incendio?

Un instante. Pues bien, el incendiario es condenado a presidio por tiempo indeterminado, es decir, alejado para siempre de sus conciudadanos y de su familia.
No se mide, pues, la duración de la pena, por la duración de la culpa, sino por la gravedad de la misma.

Hay que considerar también que el crimen de un momento se ha convertido en crimen eterno. La acción del pecado es pasajera, fugitiva; pero sus efectos duran, y la voluntad perversa del pecador es eterna; porque ha de tenerse presente que sólo son condenados aquellos que mueren en pecado, con el afecto persistente en el mal.
Pero como después de la muerte la voluntad no se muda, quedando eternamente mala, se comprende que debe ser eternamente castigada.
El hombre que se arranca los ojos queda siego para siempre.

2ª ¿Puede un Dios infinitamente bueno condenar al hombre a suplicios eternos?

Sí; porque si Dios es infinitamente bueno, es también infinitamente justo, y su justicia reclama un castigo infinito para un pecado de malicia infinita.

Pregunto:
¿Sería bueno un padre que no impidiera a uno de sus hijos el hacer daño a los otros hermanos?

– No; sería cruel e injusto -.

¿Sería bueno si perdonara a sus hijos malos que se atrevieran a ultrajar y a herir a sus hermanos?

- No; sería un acto de debilidad imperdonable-.

¿Qué remedio le queda a un buen padre de familia para impedir que los hijos malos se entreguen al crimen?

– No le queda otro de que encerrar a esos malos hijos en una cárcel y tenerlos allí para que se conviertan-.

¿Cuánto tiempo debe durar la separación de los malos de la compañía de los buenos?

– Hasta que los malos se hayan convertido-.

¿Y si siguen siempre malos?

– La separación debe ser para siempre…

Ahora bien, los malos seguirán siempre malos, porque el tiempo del arrepentimiento ha pasado para ellos; maldicen a Dios y desean aniquilarle.

¿Cuándo, pues, han de salir de la cárcel?

– ¡Jamás! – Sí, nunca: la bondad de Dios exige la eternidad del infierno.

Por otra parte, cuando el hombre ha cometido un pecado mortal,
¿no ha consentido libremente en el castigo eterno?
¿No ha consentido en él, en la hora de la muerte, al no querer arrepentirse de sus culpas?...

Nada ha querido saber de Dios en la tierra;
¿no es justo que Dios nada quiera saber de él en la eternidad?...

Finalmente, el infierno eterno es el mayor beneficio de la bondad divina.
A veces nos imaginamos que Dios ha creado el infierno sólo para ejercer su justicia; no es exacto.
Dios ha creado el infierno para obligarnos merecer el cielo.

Dios, infinitamente bueno, quiere proporcionar al hombre la mayor felicidad posible por los medios más eficaces.
La mayor felicidad del hombre es el cielo libremente adquirido por sus méritos.
Pues bien, el medio más eficaz de que Dios puede valerse para obligar al hombre a hacer un buen uso de su libertad, es el temor de una infelicidad eterna.

El temor del infierno puebla el cielo.
“El infierno, decía Dante, es la obra del eterno amor”.

3ª Dios es demasiado bueno para condenarme.

Tienes razón, mil veces razón: Dios es demasiado bueno para condenarte.
Por eso mismo no es Dios quién te condena, son ustedes mismos los que os condenáis.
La prueba de que Dios no os condena, es que lo ha hecho todo por tu salvación;
es que, a pesar de vuestros crímenes, está pronto a concederte un generoso perdón, el día que le presentes un corazón contrito y arrepentido.

Lo que os condena es vuestra obstinación en el mal, vuestra terquedad en despreciar los mandamientos divinos; sois, pues, vosotros mismos, los que os condenáis por vuestra culpa.

Dios nos ha dejado completamente libres en la elección de nuestra eternidad.
Si nos empeñamos en elegir el infierno, tanto peor para nosotros.
En el momento de la muerte, Dios da a cada uno lo que cada uno ha elegido libremente durante su vida: o el cielo o el infierno.
Dios no puede salvarnos contra nuestra voluntad. Nos ha creado libres, y no quiere destruir nuestra libertad.

A pesar del infierno eterno, la bondad de Dios queda, pues, intacta, como también su justicia; y el dogma de la eternidad de las penas es la última palabra de la razón y de la fe, sobre Dios, sobre el hombre, sobre la moral y sobre la religión:
es la sanción necesaria de nuestra vida presente.

4ª Nadie ha vuelto del infierno para testificarnos su existencia.

No: nadie ha vuelto de infierno, y si entráis en él tampoco volveréis.
Si se pudiera volver, aunque fuera por una sola vez, yo os diría:
Id y veréis que existe.

Pero precisamente porque una vez dentro no se puede salir, es una locura exponerse a una desgracia espantosa, sin fin y sin remedio.
Nadie ha vuelto del infierno,

¿y, cómo volver, si el infierno es eterno?
¿No ves que apeláis a testigos que no podrán venir jamás a daros una respuesta?


No están en el infierno para atestiguar su existencia: están como forzados, condenados a galerías perpetuas para expiar sus crímenes. Si se entra en el infierno, no se sale de él jamás.

Y fuera de eso, este testimonio del infierno, ¿es acaso necesario?
Acabamos de oír la deposición de todo el género humano; hemos escuchado las conclusiones justísimas de la razón…
¿No basta eso para demostrarnos la existencia del infierno?
¡Cuántas verdades conocemos sólo por el testimonio de nuestros semejantes, y cuántas otras hemos aprendido únicamente con la luz de la razón!

Decís: Dos y dos son cuatro… diez por diez son cien… ¿Cómo lo sabes?
– El simple raciocinio, me contestáis, basta para daros esas convicciones.
– ¡Muy bien! Raciocina, pues, y llegarás fácilmente a convencerte de que Dios es justo y de que su justicia requiere que los malvados sean castigados…
El castigo de los malvados es el infierno, y el infierno eterno.

Nosotros, los cristianos, tenemos otra consideración que dar: El Hijo de Dios en persona ha venido del otro mundo a certificarnos la exigencia de un infierno eterno: puedes leer en los sagrados Evangelios sus testimonios inefables…
Además, nuestro Señor Jesucristo es una prueba viviente de la eternidad del infierno.
¿Por qué se hizo hombre? ¿Por qué murió en una cruz?

Un Dios debe proceder por motivos dignos de su infinita grandeza. Si el pecado no merecía una pena infinita, por lo menos en duración, es decir, eterna, no eran necesarios los padecimientos de un Dios.

¿Se requería acaso, que el Hijo de Dios se encarnara y muriera en una cruz, para ahorrar al hombre algunos millones de años de purgatorio?...

No, por cierto.
Si la malicia del pecado explica el Calvario, el Calvario, a su vez, explica el infierno. El Calvario nos muestra una Redención infinita; el infierno debe mostrarnos una expiación sin límites.
El Calvario es la expiación de un Dios; el infierno es la expiación del hombre, infinita la una y la otra; la una en dignidad, la otra en duración.
Así todo se coordina en la religión: el dogma de la eternidad de las penas está perfectamente explicado por el dogma de la Encarnación del Hijo de Dios y de la Redención del mundo.

En resumen:
el testimonio de todo el género humano y sus más antiguas tradiciones; el testimonio de la razón, y, especialmente, el testimonio infalible de Dios mismo, se unen para afirmar, con certeza absoluta, que hay un infierno eterno para castigo de los pecadores impenitentes.
Si no queremos caer en él, tenemos que evitar el sendero que a él conduce, en la seguridad de que, una vez dentro del infierno, no saldríamos jamás.

Narración.

– Una religiosa enfermera se encontraba junto al lecho en que, enfermo de muerte, yacía un viejo capitán, que no quería convertirse.
El enfermo pide agua; y la religiosa, en su celo por la salvación de esa alma, le dice al servirle la copa.
– Beba usted, capitán, beba hasta hartarse, porque se va al infierno, y durante toda la eternidad pedirá una gota de agua sin obtenerla...

– Le he dicho mil veces que no hay infierno.
– Sí, me lo ha dicho usted, capitán; pero, ¿lo ha demostrado?... Negar el infierno no es destruirlo.
– ¿Lo ha demostrado? ¿Lo ha demostrado?..., repetía en voz baja el enfermo, revolviéndose en el lecho. ¡Vamos! No... no lo he demostrado...
¿Y si fuera cierto?
Después de algunos instantes añadió:

– Dios es demasiado bueno, sí, demasiado bueno para arrojar un hombre al infierno.
– Dios no castiga porque es bueno, sino porque es justo.
El simple buen sentido nos dice que Dios no puede tratar de la misma manera a lo que le sirven que a los que conculcan sus santas leyes, a sus fieles servidores que a sus servidores negligentes.

Por otra parte, agrega la Hermana con mucha tranquilidad, ya verá usted bien pronto, capitán, si el infierno existe...
La religiosa guarda silencio y continúa su oración. Después de algunas horas de reflexión, el enfermo pide un sacerdote. Se decía hablando consigo mismo:
Hay que decidirse por el partido más seguro; no es prudente ir a verlo; cuando se entra no se sale.

¿Cuál es el destino del hombre?

El hombre ha sido creado para conocer, amar y servir a Dios sobre la tierra, y gozarle después en la eternidad.
Se llama destino de un ser, el fin que debe procurar obtener y para el cual Dios le ha dado la existencia.
El hombre tiene un doble fin: el fin próximo, que debe cumplir sobre la tierra; y el fin último, es decir, la meta a que debe llegar después de esta vida, la bienaventuranza eterna.

1º Dios ha creado al hombre para su gloria.

Todo ser inteligente obra por un fin: obrar sin un fin es absurdo. Dios, sabiduría infinita, no podía crear sin tener un fin, y un fin digno de El.
Este fin digno de Dios no es sino Dios mismo. Nada de lo que se haya fuera de El es digno de su grandeza infinita…

¿Qué saca El de la creación?

Dios es el bien infinito, y no puede ser ni más perfecto ni más feliz.
Pero Dios puede manifestar su bondad, sus perfecciones infinitas, y de esta suerte, procurar su gloria. Debemos distinguir en Dios, la gloria interior, esencial, y la gloria exterior, accidental.
La gloria interior es el conjunto de sus perfecciones infinitas, y no es susceptible de aumento.
Dios se glorifica exteriormente cuando manifiesta sus perfecciones con los bienes que da a sus criaturas, cada una de las cuales es como un espejo en el que se reflejan, con mayor o menor brillo, las perfecciones divinas.

Cuando el hombre conoce, estima, alaba y bendice con amor estas perfecciones divinas, que le son manifestadas por las criaturas, entonces glorifica a Dios y para recibir este homenaje, esta alabanza, esta gloria exterior, Dios ha creado al hombre. Dios podría no haberlo creado, puesto que la creación nada añade a su gloria interior o esencial; pero creando, Dios debía poner en su obra seres inteligentes y libres: inteligentes para que conocieran sus perfecciones; libres, para darle gloria con homenajes voluntarios.

2º El hombre procura la gloria de Dios consagrando su vida a conocerle, amarle y servirle.

En esto consiste su fin próximo. Dios ha dado al hombre tres facultades principales: una inteligencia para conocer, una voluntad, un corazón para amar y los órganos del cuerpo para obrar.
Es justo, pues, que el hombre consagre a la gloria de Dios su inteligencia para conocerle cada vez más; su corazón para amarle intensamente; su cuerpo para servirle con abnegación.

El hombre es el servidor de Dios; no debe vivir para sí, pues no se ha dado a sí mismo la vida, no es dueño de si, no se pertenece. El hombre lo ha recibido todo de Dios, ha sido creado para Dios y no tiene otra razón de ser que procurar la gloria de Dios.
Como el sol ha sido creado para alumbrar y calentar, el agua para lavar y refrescar, la tierra para sostenernos y nutrirnos, así el hombre ha sido creado para glorificar a Dios.
Todo lo que en mis pensamientos, palabras o acciones no sirva para la gloria de Dios, no sirve para nada, y es del todo inútil.
Conocer, amar y servir a Dios, tal es, por consiguiente, el fin próximo del hombre.

3° Sólo Dios es el fin último del hombre.

Dios podría no haberme creado; si lo hizo, fue por pura verdad:

primer acto de amor.

– Dios podía crearme únicamente para su gloria, sin reservarme ninguna felicidad ni temporal ni eterna.
Pero su bondad infinita ha querido unir su gloria y la felicidad del hombre:

segundo acto de amor.

- La felicidad del hombre, tal es el fin secundario de la creación. Luego, el hombre ha sido creado para ser feliz.
Sólo en Dios puede el hombre hallar su felicidad. La felicidad es la satisfacción de los deseos del hombre, el reposo de sus facultades en el objeto que las llena y satisface.
La inteligencia del hombre tiene sed de verdad, y la verdad infinita es Dios.
– La voluntad, el corazón del hombre ama el bien, la belleza; y Dios es el bien y la belleza infinitas.

– El cuerpo del hombre ansía la plenitud de la existencia y de la vida, y únicamente en Dios se halla esta plenitud.
La experiencia nos dice que ni la ciencia, ni la gloria, ni la fortuna, ni cosa alguna creada, puede saciar al hombre. El siente deseos de un bien infinito.
Por consiguiente, sólo en el conocimiento y posesión de Dios puede el hombre hallar su felicidad.
En la vida futura, Dios puede ser la felicidad del hombre de dos maneras, según que sea conocido directa o indirectamente.

1° Se conoce a Dios indirectamente por medio de sus obras.

Contemplando las criaturas de Dios se ven resplandecer en ellas, como en un espejo, las perfecciones divinas. Así es cómo el niño reconoce al padre viendo el retrato más o menos parecido. Conocer así a Dios, amarle con un amor proporcionado a este conocimiento indirecto, es lo que constituye el fin natural del hombre.

2° Se conoce a Dios directamente, cuando se le ve en su misma esencia, contemplada cara a cara.

Un niño conoce mejor a su padre y le ama mucho más cuando le ve en persona que cuando sólo ve su retrato. Ver a Dios cara a cara, amarle con un amor correspondiente a esta visión inefable, es lo que constituye el fin sobrenatural del hombre y de los ángeles.
Dios podía contentarse con proponernos un fin puramente natural; pero por un exceso de amor, como veremos más adelante, nos ha elevado a este fin sobrenatural, infinitamente más grande y excelso.




Dios nos ha creado con un alma
hecha a su imagen y semejanza, libre e inmortal.










Tercera Verdad: El Hombre necesita de una religión.
Próximo mes de Abril.

Frases y Dichos

La oración de los niños tiene un enorme poder sobre el Corazón de Dios, debido a la pureza del alma. (María Simma)

El que sabe hablar, sabe también cuando. (Arquímedes)

Dios mío te ofrezco este sufrimiento para salvar a otros, sólo dame fuerza y valor para soportarlo. (Sta. Rita de Casia)

Cuando uno está sufriendo, ruéguele a Dios. (Madre Teresa de Calcuta)

La peor decisión es la indesición.(B.Franklin)

El victorioso tiene muchos amigos, el vencido buenos amigos. (Turco)

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